lunes, 29 de junio de 2015

HIERBAS MEDICINALES... Y LA CATÓLICA INQUISICIÓN



Para el ardor de barriga, tomate asado y sin piel. Para el empacho, tepozán hervido.

Para los dolores, bálsamos de maguey, hule o tuna cocida.

La carne de nopal y la zarzaparrilla purificaban la sangre, las cáscaras de chícharo limpiaban los riñones y los piñones purgaban los intestinos.

Las flores de cinco dedos, del árbol de las manitas, daban serenidad y coraje al corazón.

Los conquistadores encontraron estas novedades en México. Las llevaron a España, junto con otras hierbas, de nombres indígenas impronunciables, que bajaban la fiebre, mataban los parásitos, liberaban la orina trancada o anulaban el veneno de las serpientes.

La antigua farmacia americana fue bien recibida en Europa.

Pero unos años después, la Santa Inquisición desató la cacería. La sabiduría de las plantas era un instrumento de brujas y demonios, disfrazados de médicos, que merecían el suplicio o la hoguera. Por debajo de sus ropajes exóticos, asomaban las pezuñas del Maligno.

Esos brebajes y esos ungüentos venían de América, del infierno, como los fuegos del chocolate y los humos del tabaco, que invitaban a pecar en lecho ajeno, y como los hongos demoníacos, que los paganos comían para flotar en los aires por las malas artes de sus idolatrías.





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