jueves, 11 de junio de 2015

EL CUENTO DE LA VERDAD

 
Había una vez un hombre a quien todo le salía bien. Tenía una encantadora esposa, una familia maravillosa, era valiente, valeroso, el mejor cazador y guerrero. Y, sin embargo, no era feliz.

-Quiero saber la verdad —dijo a su esposa.

-Entonces deberías buscarla -respondió ella.

El hombre dejó todas sus posesiones a su esposa y cogió el camino como mendigo de la Verdad.

La buscó en la cima de los montes y en la profundidad de los valles. Recorrió pequeños pueblos y grandes ciudades; penetró en los bosques y anduvo por las costas del inmenso mar; los oscuros residuos y los exuberantes prados llenos de flores. Buscó durante días, semanas y meses.

Luego, un día, en la cumbre de una alta montaña, en el interior de una pequeña cueva, la encontró.
 
La Verdad era una anciana marchita a la que sólo le quedaba un diente. Su pelo caía sobre los hombros en mechas lacias y grasientas. La piel de su rostro era oscura como el pergamino envejecido y completamente seca, cubriendo unos huesos prominentes. Sin embargo, cuando le señaló con una mano maltratada por los años, oyó una voz suave, lírica y pura, y entonces supo que había encontrado la Verdad.

Permaneció con ella un año y un día y aprendió todo lo que ella le enseñó. Cuando hubo transcurrido el año y el día se situó en la entrada de la cueva dispuesto a volver a casa.

—Mi señora Verdad -le dijo—, me habéis enseñado tanto que deseo poder hacer algo por vos antes de marcharme. ¿Tenéis algún deseo?

La Verdad ladeó la cabeza con aire reflexivo. Luego alzó aquel
dedo envejecido:

—Cuando hables de mí -le dijo—, diles que soy joven y bella.
 
 

 

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